La Vanguardia

Il “dulce declive”

Eusebio Val
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Una catarata de pésimas noticias se ha abatido sobre la economía italiana durante las últimas semanas. El país transalpino, con el eterno optimista Silvio Berlusconi al frente, presumía de estar capeando la crisis mejor que otros socios en Europa. Se sentía protegido gracias a su resistente tejido industrial, sus sólidos bancos, el poco endeudamiento de las familias y una burbuja inmobiliaria casi inexistente.
Fue, pues, un duro golpe a la autoestima nacional, una severa cura de humildad, cuando se supo que el PIB italiano, tras recaer de nuevo en el cuarto trimestre, había encogido casi un 5 por ciento en el 2009 –el peor resultado europeo–, que había recaído en el cuarto trimestre que la producción industrial había caído un 17,4 por ciento y que las exportaciones –esa marca made in Italy de la que están tan orgullosos– se han reducido un 20,7 por ciento.
Habría que retroceder cuarenta años, al inicio de las estadísticas fiables en estos ámbitos, para encontrar números tan negativos. La Banca de Italia contribuyó a la desazón al publicar datos sobre el empobrecimiento de las familias en 2006-2008, con una caída de ingresos del 4 por ciento que, por lógica, debió de agudizarse en el ejercicio negro del 2009.
Los problemas de Italia no comenzaron con el cataclismo financiero de otoño del 2008. En esta premisa coinciden los economistas y es esencial para entender la presente situación. El país de la Fiat y de Benetton era ya el farolillo rojo en el crecimiento europeo antes de aquellos días de pánico en Wall Street que contagiaron al resto de mercados y que hicieron aflorar las vulnerabilidades económicas de cada cual.
Italia andaba ya renqueante, asombrada por el espectacular crecimiento de algunos de sus vecinos e incrédula ante su propia incapacidad para traducir su poderío industrial en un salto de la renta colectiva. Italia sufría de lleno la crisis de su modelo industrial, aún fuerte, sin duda, pero con inversiones muy insuficientes en I+D y bajo crecimiento de la productividad. El país no hizo bien los deberes que le correspondían tras la entrada en el euro para sobrevivir en una globalización cada vez más agresiva.
La Italia de la lira estaba demasiado bien acostumbrada –como España– a recuperar competitividad mediante la devaluación periódica de su moneda nacional.
En el fondo era un autoengaño, pero funcionaba. El país se empobrecía, pero la industria exportaba más y se tiraba adelante. “Con la llegada del euro, esperábamos que las empresas hicieran inversiones en nueva tecnología para ganar competitividad, y calidad del producto –explica a La Vanguardia el profesor de Economía Pública Claudio De Vincenti, de la universidad romana de La Sapienza–. En lugar de eso, las empresas han optado por la flexibilidad del trabajo y por la reducción de los salarios (a través de contratos temporales y de colaboración externa)”. “Eso ha permitido a la empresas mantener márgenes de beneficio significativos sin necesidad de hacer crecer la productividad, utilizando trabajadores con salarios bajos y horarios de trabajo muy flexibles”, agrega De Vincenti.
En su análisis, el profesor romano reconoce también que un sector de las empresas exportadoras sí se ha adaptado y capitaliza aún su larga experiencia en competir en los mercados globales, pero la foto general muestra un talón de Aquiles claro: falta de suficiente inversión tecnológica.
Desde Milán, el economista Tommaso Nannicini, de la Universidad Bocconi, coincide en el diagnóstico y apunta a otro problema grave, “la absoluta incapacidad italiana de atraer cerebros del extranjero”. Él mismo pasó varios años en una universidad madrileña y se sorprendió de la cantidad de foráneos que enseñaban allí, algo impensable en Italia, “donde tenemos un sistema universitario burocrático, cerrado y con mucho control político”.
Uno de los aspectos positivos de la realidad italiana es el bajo nivel de desempleo, comparado con el que sufren otros países, Eso se debe, en parte, a que Italia ya hizo hace años varias reformas laborales que flexibilizaron el mercado de trabajo. Existen también instrumentos muy consolidados, como la cassa integrazione, que permite a las empresas la suspensión de empleo temporal en coyunturas de crisis.
Nannicini piensa que Italia corre el riesgo de enfilar una pendiente de decadencia –un peligro compartido por otros países occidentales– si no toma medidas. El economista milanés, en tono provocador, prefiere utilizar el concepto de “dulce declive”. Según él, Italia, en parte, puede vivir casi de rentas, debido a la riqueza privada acumulada y a la ventaja de ser un país de enormes atractivos naturales y turísticos. Pero insiste: “Caeremos en un dulce declive si seguimos sin invertir lo suficiente para mantener una sociedad competitiva”.c